jueves, 16 de marzo de 2017

Walter

A pesar de lo paradójico, a ninguno de los que conocía a Walter de la Fuente del Río le extrañó enterarse de las circunstancias de su muerte. La fuerza de la costumbre hace que la gente dé por sentado cosas que antes habría considerado imposibles.
Pero comencemos por el principio. Aquella tarde de abril, cuando en aquella idílica pradera las gotas de lluvia primaveral comenzaron a surcar los rostros en éxtasis de los que serían los padres de Walter, su madre lo supo. Algo dentro de ella, una sensación que ella misma describió muchas veces como la que se siente al haber bebido demasiada agua con el estómago vacío, le dijo que acababa de quedarse embarazada.
A partir de ese momento y con una rapidez sorprendente su vientre comenzó a abultarse de tal manera que su caso pronto se convirtió en el centro de los cotilleos del pueblo, llegando a atraer la atención de muchos médicos especialistas. “Lo que usted tiene ahí no es normal.” “¿Está segura de que está embarazada?” “Será un tumor.” La señora del Río tuvo que soportar todo tipo de comentarios hasta que un doctor forastero dictaminó que padecía de un inexplicable exceso de líquido amniótico. Y un mes antes de lo esperado, mientras su padre dormía y su madre lo intentaba, Walter decidió salir al mundo.
Cuando aquella mujer rompió aguas fue como si un manantial hubiese brotado de sus entrañas. Tanto fue así que el ruido despertó al marido, que se encontró con su esposa fuera de sí, contemplando anonadada un cuarto inundado. Y entre toda esa agua, una diminuta criatura salió disparada. Su padre, asustado, se apresuró a rescatarlo, aunque el bebé flotaba y chapoteaba con una soltura extraordinaria. A partir de entonces, pocas cosas fueron normales en la vida de Walter.
Enseguida se dieron cuenta de que el pequeño sentía una evidente pasión por el agua. Como cuando lo llevaron a conocer el mar. Tenía cinco años y acechaba tormenta. Las olas golpeaban la costa embravecidas y Walter las miraba como hipnotizado. Paseando por el puerto, sus padres de pronto lo echaron en falta, hasta que lo vieron asomar entre las piezas de hormigón que formaban el dique, embelesado y chorreando agua. Sus padres, enojados, le echaron una buena reprimenda. Al poco rato Walter volvió a desaparecer para aparecer empapado de nuevo, completamente ajeno al enfado de sus padres. “Sabe a sal”, se limitó a decir entusiasmado.
Cuando era pequeño se pasaba horas en la biblioteca del pueblo buscando lugares en todo el mundo. De mayor quería ser el vigilante de las cataratas del Niágara, el socorrista del lago Titicaca, el encargado de la limpieza de la Fontana de Trevi. Quería criar cocodrilos en el Nilo, tallar icebergs en el Ártico o vivir en el Faro del Fin del Mundo...
Con la adolescencia su particular atracción hacia el agua se fue acentuando. Al principio a sus vecinos les escandalizaba cuando los días de lluvia, tanto en invierno como en verano, el joven Walter se paraba desnudo en el medio del jardín de su casa, dejando que el agua resbalase por todo su cuerpo. Permanecía allí plantado durante largos minutos, con los brazos extendidos hacia arriba y una tremenda cara de satisfacción. A esas alturas los padres del chico ya habían decidido que serían más felices aceptando esa peculiaridad suya que no luchando contra ella.
Como era de esperar, Walter acabó yéndose a vivir a un pueblo de la costa. Al principio sin mucha suerte, recorrió durante días el trayecto del puerto a la playa, de la playa a la lonja, de la lonja al puerto y vuelta a empezar. Hasta que por fin, cuando el capitán de un pesquero vio la vehemencia que desprendían aquellos ojos azules, su sueño se hizo realidad. “Empiezas mañana”.
Coincidiendo con la llegada del joven, un temporal poco propio de aquella época del año había empezado a azotar la zona. Había comenzado con leves rachas de viento y lluvia ligera y todo indicaba que no sería nada significativo. Las expectativas, sin embargo, fueron erróneas. Desde el momento en que el pesquero en el que trabajaba Walter se adentró en alta mar las olas comenzaron a agitar el barco con furia, el viento empezó a hacerse más fuerte, la lluvia más intensa.
La nube que estaba sobre sus cabezas se fue volviendo más y más negra. En la distancia, el estruendo de un trueno retumbó en sus oídos. Todos los marineros se guarecieron en el interior de la embarcación exceptuando a Walter, que a pesar de las advertencias del resto se quedó en cubierta. Con sus cabellos pegados a la cara goteando lluvia y agua de mar; asido con fuerza a la barandilla de proa; mirando fijo hacia el océano, como en trance. Presenciando cómo una enome manga de agua se formaba frente a él. Sus compañeros observaron perplejos cómo Walter se despojó de sus ropas con una serenidad poco habitual en tales circunstancias y extendió los brazos hacia aquella columna. Y entonces, desapareció.
En poco tiempo, la tempestad amainó por completo. El cielo se abrió azul y brillante. El mar, en calma.

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