Y las azules, las del abuelo, parecía
que retrocedieran o que estuvieran siempre donde no debían estar.
“¡Bieeeeen, te como y cuento veinte!” Él entonces me miraba
con ternura, sonreía y silbaba, como hacía cuando estaba contento.
Para mis dos abuelos, dondequiera que estén
O cuando subía las escaleras! Lo suyo era silbar
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