A pesar de lo paradójico, a ninguno de los que conocía a Walter de la Fuente del Río le extrañó enterarse de las circunstancias de su muerte. La fuerza de la
costumbre hace que la gente dé por sentado cosas que antes habría
considerado imposibles.
Pero comencemos por el principio.
Aquella tarde de abril, cuando en aquella idílica pradera las gotas
de lluvia primaveral comenzaron a surcar los rostros en éxtasis de
los que serían los padres de Walter, su madre lo supo. Algo dentro
de ella, una sensación que ella misma describió muchas veces como
la que se siente al haber
bebido demasiada agua con el estómago vacío, le dijo que acababa de
quedarse embarazada.
A partir de ese momento y con una
rapidez sorprendente su vientre comenzó a abultarse de tal manera
que su caso pronto se convirtió en el centro de los cotilleos del
pueblo, llegando a atraer la atención de muchos médicos
especialistas. “Lo que usted tiene ahí no es normal.” “¿Está
segura de que está embarazada?” “Será un tumor.” La señora
del Río tuvo que soportar todo tipo de comentarios hasta que un
doctor forastero dictaminó que padecía de un inexplicable exceso de
líquido amniótico. Y un mes antes de lo esperado, mientras su padre
dormía y su madre lo intentaba, Walter decidió salir al mundo.
Cuando aquella mujer rompió aguas
fue como si un manantial hubiese brotado de sus entrañas. Tanto fue así
que el ruido despertó al marido, que se encontró con su esposa
fuera de sí, contemplando anonadada un cuarto inundado. Y entre toda
esa agua, una diminuta criatura salió disparada. Su padre, asustado,
se apresuró a rescatarlo, aunque el bebé flotaba y chapoteaba con
una soltura extraordinaria. A partir de entonces, pocas cosas fueron
normales en la vida de Walter.
Enseguida se dieron cuenta de que el
pequeño sentía una evidente pasión por el agua. Como cuando lo
llevaron a conocer el mar. Tenía cinco años y acechaba tormenta.
Las olas golpeaban la costa embravecidas y Walter las miraba como
hipnotizado. Paseando por el puerto, sus padres de pronto lo echaron
en falta, hasta que lo vieron asomar entre las piezas de hormigón
que formaban el dique, embelesado y chorreando agua. Sus padres,
enojados, le echaron una buena reprimenda. Al poco rato Walter volvió
a desaparecer para aparecer empapado de nuevo, completamente ajeno al
enfado de sus padres. “Sabe a sal”, se limitó a decir
entusiasmado.
Cuando era pequeño se pasaba horas en
la biblioteca del pueblo buscando lugares en todo el mundo. De mayor
quería ser el vigilante de las cataratas del Niágara, el socorrista
del lago Titicaca, el encargado de la limpieza de la Fontana de
Trevi. Quería criar cocodrilos en el Nilo, tallar icebergs en el
Ártico o vivir en el Faro del Fin del Mundo...
Con la adolescencia su particular
atracción hacia el agua se fue acentuando. Al principio a sus
vecinos les escandalizaba cuando los días de lluvia, tanto en
invierno como en verano, el joven Walter se paraba desnudo en el
medio del jardín de su casa, dejando que el agua resbalase por todo
su cuerpo. Permanecía allí plantado durante largos minutos, con los
brazos extendidos hacia arriba y una tremenda cara de satisfacción.
A esas alturas los padres del chico ya habían decidido que serían
más felices aceptando esa peculiaridad suya que no luchando contra
ella.
Como era de esperar, Walter acabó
yéndose a vivir a un pueblo de la costa. Al principio sin mucha
suerte, recorrió durante días el trayecto del puerto a la playa, de
la playa a la lonja, de la lonja al puerto y vuelta a empezar. Hasta
que por fin, cuando el capitán de un pesquero vio la vehemencia que
desprendían aquellos ojos azules, su sueño se hizo realidad.
“Empiezas mañana”.
Coincidiendo con la llegada del joven,
un temporal poco propio de aquella época del año había empezado a
azotar la zona. Había comenzado con leves rachas de viento y lluvia
ligera y todo indicaba que no sería nada significativo. Las
expectativas, sin embargo, fueron erróneas. Desde el momento en que
el pesquero en el que trabajaba Walter se adentró en alta mar las
olas comenzaron a agitar el barco con furia, el viento empezó a
hacerse más fuerte, la lluvia más intensa.
La nube que estaba sobre sus cabezas se
fue volviendo más y más negra. En la distancia, el estruendo de un
trueno retumbó en sus oídos. Todos los marineros se guarecieron en
el interior de la embarcación exceptuando a Walter, que a pesar de
las advertencias del resto se quedó en cubierta. Con sus cabellos
pegados a la cara goteando lluvia y agua de mar; asido con fuerza a
la barandilla de proa; mirando fijo hacia el océano, como en trance.
Presenciando cómo una enome manga de agua se formaba frente a él.
Sus compañeros observaron perplejos cómo Walter se despojó de sus
ropas con una serenidad poco habitual en tales circunstancias y
extendió los brazos hacia aquella columna. Y entonces, desapareció.
En poco tiempo, la tempestad amainó
por completo. El cielo se abrió azul y brillante. El mar, en calma.
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